Surtido de buenas navajas bien afiladas y listas para el uso. ¡Que tiemblen los foodies! |
Si le
gustan las cosas buenas de comer y beber pero se limita a celebrarlo en su
lengua vernácula –por ejemplo catalán, castellano y francés en mi caso- pasará
usted por un pobre patán.
Si al
degustar la inenarrable cecina del BAR ANGEL o el jamón de primera muy especial
de TAPEO o la celebrada “bavette” de AU PORT DE LA LUNE o aún cualquiera de los
arroces de la
TAVERNA MEDITERRÀNIA o alguna de las propuestas de BY se
limita a decir ¡Qué bueno! quedará claro que usted, querido lector epicúreo, no
es un “foodie” al uso, lo cual, que quede entre nosotros, és más un mérito
añadido que una descalificación.
Primero
pensé que el “Foodie” anglosajón o sus réplicas de otras culturas –réplicas
asaz patéticas- era un personaje ilustrado, viajado y versado en las sugestivas
percepciones de los sentidos, a la vez que sobrado de argumentos para defender
cualquier preferencia por sorprendente y atípica que pueda parecer.
Pero no. No
van por ahí los tiros. El o la “foodie” no es mucho más que alguien que medio
domina el idioma inglés y que devora con absoluta ausencia de criterio
cualquier cochinada, apresurándose a alabarla una vez enviada al coleto.
El “foodie”
sabe algo de modas, pero nada –o casi nada- de armonía, de naturaleza, de
temporadas, de combinaciones y de cocciones breves. De emociones. No ha visto
los guisantes más que en documentales, cree que las espinacas frescas son las más
congeladas y aborrece la fruta que no viene del súper en forma de helado o
“gelatto”.
Si sufre la
presencia de alguna/o de esos especímenes en sus inmediaciones invítelo a darse
un atracón de chuches refritas en alguna grasa letal, provéalo de abudante Coca
Cola en cualquiera de sus variantes, obséquielo con pan de molde del peor
supermercado y endíñele algún helado graso, enriquecido con abundante nata con
toda la mala intención y perfumado y teñido con el aroma –artificial, por
supuesto- de cualquier cosa que pueda nombrarse en inglés. Strawberry, por
ejemplo, que suena culto e incluso pintoresco.
Absténgase
cuidadosamente de las cosas buenas como las entendemos. Nada de pescado fresco,
carne de ternera de ignota procedencia, verduras liofilizadas y un batido etiquetado
en inglés para beber. Y a la calle.
Al “foodie”
las erecciones y el placer le llegan a partir de mezclas infames, de salsas con
nombres de casino de Las Vegas y de repulsivas montañas de comida en las que la
verdura, por poner un ejemplo, no asoma la nariz más que enriquecida, tratada,
congelada y “divertida”, porqué eso sí, todo ha de ser divertido, empalagoso y
absolutamente malsano.
El o la
“foodie” no sabe lo que vale un peine ni ha tenido una abuela que le hiciese
unas albóndigas de toma pan y moja. Ni un padre que lo encanallase con el vermú
pendenciero del domingo en un bar entrado en años. Ni quien le demostrase su
afecto con una merienda de muy buen pan y chocolate sin leche al salir de la
escuela.
Alguna ley
habrá que promulgar para relegar esa especie dañina al ostracismo. Algún
castigo severo para quien ponga en la mesa yogures edulcorados o ensalada de
sobre que dura más de una semana en la nevera, a cambio de una total ausencia
de sabor. Bistés que devienen agüilla en lugar de freírse, pescados
supuestamente frescos, pero insulsos, que cuestan siempre lo mismo. Vinos más
malos que el mismísimo sebo de perro. Aguas a precio de whisky de malta y pan
que ahora hay que llamar “bread” por real decreto.
¡A la
mierda los “foodies!
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