Recorro Barcelona a la hora del sol impenitente, sobre las dos de la tarde.
Multitud de turistas pasean plano en mano, contrastando la información con
las placas indicadoras del nombre de las calles.
Derrengados, sudorosos, arrastrando niños que deben preguntarse qué han
hecho para merecer esto, desorientados y escrutando el interior de bares y
restaurantes.
A eso de las tres y bajo un sol de justicia una pareja me ha preguntado
cómo hacer para llegar al Park Güell. He estado a punto de decirles que lo
dejaran para otro día o en cualquier caso para otra hora. U otro año.
En las terrazas de los restaurantes baratos ocurre un poco lo mismo. Los
turistas se sientan, no entienden las sutilezas de la propuesta y acaban
pidiendo la fatídica paella mixta prefabricada, aunque ese detalle, el del
procedimiento, lo ignoran. El arroz les llega a la mesa con sus gambas de rojo
Titanlux y unos guisantes como canicas y un brillo grasiento que bajo los más
de treinta grados del pegajoso bochorno consigue enternecerme. Me dan ganas de
levantarme y de consolarlos, decirles que no, que nada de eso se parece a
nuestra dieta mediterránea. Que se metan un bocata entre pecho y espalda y
esperen el crepúsculo para elegir un lugar con cara y ojos que les reconcilie
con las vacaciones, con la ciudad, con la hostelería y hasta con las gambas.
En otra terraza cuatro chicas de no más de veinte años, portuguesas,
uniforme de tejano cortado por la ingle y cuerpos estilizados, se enfrentan a
tremendos helados de marca blanca. Pagan con tarjeta y se alejan alegrando el
austero paisaje urbano que diseñó Cerdà, el del plan.
El restaurante bueno y barato al que me dirigía está cerrado y me conformo
con el de al lado asumiendo las consecuencias e imponiéndome paciencia y
silencio, además de aparcar la ironía y el sarcasmo.
Los spaghetti pegajosos a fuerza de pasados de cocción, la pseudo boloñesa,
industrial de fábrica poligonera. La cerveza bien, gracias. El segundo es atún
en salsa. Me dispongo a mantener el tipo pero la realidad supera mis peores
expectativas. El bisté de atún tiene forma, color y textura de suela de zapato
y la salsa que lo acompaña, cebolla con tomate, un inquietante punto de acidez.
Otro ingrediente añadido, los inevitables guisantes, tienen el poco agradable
sabor de las cosas que llevan días y días en la nevera. No todo es malo, claro.
La patata hervida –menos mal- y cortada muy fina es sin duda lo mejor del
condumio.
El postre está a la altura de las circunstancias, Una terrina de helado
cuyo sistema de apertura requiere un manual revela un helado blancuzco
convertido en cristales de hielo y amenizado, eso sí, de unas manchas de
colorante naranja.
No tomo café y pago los 11,50 del ala.
El restaurante al que me dirigía, “Au port de la lune”, en Pau Claris, 103,
cobra lo mismo por un menú delicioso, cuidado y elaborado con producto de
espectacular calidad.
No digo más, pero tampoco menos.
Pierre Roca
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