domingo, 3 de junio de 2012

Aub, Ferrer, Figueras y los demás.

Para recordar el centenario del fallecimiento del intelectual republicano Max Aub, Antonio Ferrer, que además de hombre adelantado a sus tiempos es cocinero vocacional, hostelero, bon vivant, estudioso, lector conspicuo, padre de familia numerosa y animal social, organizó ayer sábado día 2 de junio una comida culta en su “Castell d’Orriols” ampurdanés.

Además de la convocatoria de comensales puros y duros, contó con la presencia activa en los fogones de Jean-Luc Figueras, un catalán afrancesado donde los haya, y tuvo a bien avisarme para que les echase a ambos una mano en la cocina.

Los Ferrer, encabezados por Teresa, organizaron reunión y espacios, mientras que el señor Figueras y quien les escribe le dábamos a los fogones y al dictado de don Antonio, que ejercía de “deus ex machina” de su particular reino.

Desde la tarde del viernes hasta el mediodía de sábado la cocina del castillo, que dista mucho de ser pequeña, llenóse de vituallas de nombres sonoros y poco habituales. Palomas torcaces abatidas durante el periodo legalmente establecido, tordos que habían seguido parecida suerte, aves de corral, cordero, conejo, verduras de distintos huertos de la localidad, fresas con las que acometer un “coulis” de bellísimo color rojo, embutidos de las mejores procedencias, cerezas que horas antes adornaban los árboles del jardín del gran caserón e incluso un delicioso pan de hogaza elaborado en el horno del lugar. Ah! Y lo necesario para elaborar una deliciosa tarta melosa de chocolate.

Jean Luc –y yo a sus órdenes- nos aprestamos a limpiar, pulir, preparar y aderezar lo descrito antes de cenar y de degustar un delicioso burdeos de la inagotable cava del castillo.

Noche de sueño en las habitaciones que Teresa y Antonio ponen a disposición de sus huéspedes y por la mañana dedicación absoluta al condumio, con la implacable referencia del reloj a la vista.

Para un aficionado como yo, por mucho y muchas veces que haya practicado, trabajar al lado de dos cocineros estrellados –tanto Jean-Luc como Antonio han sido galardonados en algún momento de sus trayectorias respectivas con una estrella del fabricante francés de neumáticos- es a la vez honor, respeto y orgullo. Es asimismo aprendizaje, puesto que de cada gesto, de cada palabra y de cada propuesta se aprende, guardando lo esencial en la memoria.

El menú era un mosaico de intenciones, de conocimientos y de técnicas.

Aperitivos del lugar en forma de embutidos y del insoslayable “pa amb tomàquet”, un sencillo arroz de pollo y conejo con guisantes que se coció bajo los árboles, a escasos metros de los casi treinta comensales, cordero a la brasa de carbón vegetal, defendido en solitario por el señor Figueras, que luchó a brazo partido con el fuego, el sol y el intenso calor, palomas torcaces hechas al horno según la formulación más ortodoxa y tordos maniatados en finísima sábana de panceta de ibérico, fritos y luego terminados en cazuela de hierro con una reducción de vino tinto. Y los postres, claro.

Teresa, la compañera de toda la vida de Antonio Ferrer, dirigía la puesta en escena ayudada por otras tres personas, mientras el patrón era el centro de atención de la concurrencia. Jean-Luc y yo mismo nos dejamos dorar la píldora por algunas invitadas cuando finalmente nos sentamos a la mesa, cansados y felices.

La parte institucional del ágape fue la lectura de un artículo que glosaba la figura del intelectual fenecido y el sorteo de un precioso grabado, obra de uno de los artistas de una vecindad, el Empordà, rica en creadores de todo pelaje.

El francés estrellado y un servidor nos vestimos de civil y nos dimos a la fuga, cada uno a sus quehaceres hogareños, pero los señores del castillo y algunos de sus invitados siguieron a pie de charla hasta bien entrada la noche.

Gracias Antonio y Teresa, merci Jea-Luc.


Pierre Roca

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