martes, 23 de junio de 2015

EN INGLÉS EN EL ORIGINAL.

Surtido de buenas navajas bien afiladas y listas para el uso. ¡Que tiemblen los foodies!

Si le gustan las cosas buenas de comer y beber pero se limita a celebrarlo en su lengua vernácula –por ejemplo catalán, castellano y francés en mi caso- pasará usted por un pobre patán.

Si al degustar la inenarrable cecina del BAR ANGEL o el jamón de primera muy especial de TAPEO o la celebrada “bavette” de AU PORT DE LA LUNE o aún cualquiera de los arroces de la TAVERNA MEDITERRÀNIA o alguna de las propuestas de BY se limita a decir ¡Qué bueno! quedará claro que usted, querido lector epicúreo, no es un “foodie” al uso, lo cual, que quede entre nosotros, és más un mérito añadido que una descalificación.

Primero pensé que el “Foodie” anglosajón o sus réplicas de otras culturas –réplicas asaz patéticas- era un personaje ilustrado, viajado y versado en las sugestivas percepciones de los sentidos, a la vez que sobrado de argumentos para defender cualquier preferencia por sorprendente y atípica que pueda parecer.

Pero no. No van por ahí los tiros. El o la “foodie” no es mucho más que alguien que medio domina el idioma inglés y que devora con absoluta ausencia de criterio cualquier cochinada, apresurándose a alabarla una vez enviada al coleto.

El “foodie” sabe algo de modas, pero nada –o casi nada- de armonía, de naturaleza, de temporadas, de combinaciones y de cocciones breves. De emociones. No ha visto los guisantes más que en documentales, cree que las espinacas frescas son las más congeladas y aborrece la fruta que no viene del súper en forma de helado o “gelatto”.

Si sufre la presencia de alguna/o de esos especímenes en sus inmediaciones invítelo a darse un atracón de chuches refritas en alguna grasa letal, provéalo de abudante Coca Cola en cualquiera de sus variantes, obséquielo con pan de molde del peor supermercado y endíñele algún helado graso, enriquecido con abundante nata con toda la mala intención y perfumado y teñido con el aroma –artificial, por supuesto- de cualquier cosa que pueda nombrarse en inglés. Strawberry, por ejemplo, que suena culto e incluso pintoresco.

Absténgase cuidadosamente de las cosas buenas como las entendemos. Nada de pescado fresco, carne de ternera de ignota procedencia, verduras liofilizadas y un batido etiquetado en inglés para beber. Y a la calle.

Al “foodie” las erecciones y el placer le llegan a partir de mezclas infames, de salsas con nombres de casino de Las Vegas y de repulsivas montañas de comida en las que la verdura, por poner un ejemplo, no asoma la nariz más que enriquecida, tratada, congelada y “divertida”, porqué eso sí, todo ha de ser divertido, empalagoso y absolutamente malsano.

El o la “foodie” no sabe lo que vale un peine ni ha tenido una abuela que le hiciese unas albóndigas de toma pan y moja. Ni un padre que lo encanallase con el vermú pendenciero del domingo en un bar entrado en años. Ni quien le demostrase su afecto con una merienda de muy buen pan y chocolate sin leche al salir de la escuela.

Alguna ley habrá que promulgar para relegar esa especie dañina al ostracismo. Algún castigo severo para quien ponga en la mesa yogures edulcorados o ensalada de sobre que dura más de una semana en la nevera, a cambio de una total ausencia de sabor. Bistés que devienen agüilla en lugar de freírse, pescados supuestamente frescos, pero insulsos, que cuestan siempre lo mismo. Vinos más malos que el mismísimo sebo de perro. Aguas a precio de whisky de malta y pan que ahora hay que llamar “bread” por real decreto.

¡A la mierda los “foodies!


Pierre Roca



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