domingo, 9 de septiembre de 2012

Urbanismo y gastronomía.




La mayoría de aglomeraciones urbanas del mundo nominan sus calles recordando a los héroes locales, provinciales o estatales, dando así lugar a aburridas repeticiones que demuestran la escasa –o nula- imaginación de las sucesivas generaciones de ediles.

Algunas, incluso, llevan la carencia de ideas hasta la numeración pura y dura.

Empezando por lo que tengo más a mano, en Catalunya se suceden hasta el hartazgo las “avingudes de l’Estatut de Catalunya”, las calles dedicadas al arquitecto Gaudí o las plazas a mayor gloria de la propia Comunidad o de Sant Jordi o de la virgen de Montserrat.

En el estado español son incontables las calles, avenidas, plazas o callejones que ostentan el nombre del descubridor Cristóbal Colón o de alcaldes cuya gestión se admira o de santos, vírgenes y otras categorías de notables de carácter religioso. Recordemos asimismo las numerosas vías dedicadas a generales, coroneles, capitanes e incluso, en Barcelona, a un subteniente que respondía al apellido de Navarro y de quien ignoro los merecimientos.

El callejero, salta a la vista, no parece albergar ningún prodigio de creatividad y sus responsables salen del paso cómo pueden.

Se me ocurre que si las calles llevasen el nombre de determinados condumios o de productos alimenticios, la cosa tendría más alcance en cuanto a la capacidad evocadora y daría que hablar a los habitantes, orgullosos, por ejemplo, de vivir en la calle del Cocido o de tener una tintorería en Ensalada esquina Boquerón.

¿Quedamos en el bar de la plaza del Boniato? Se dirían los amigos.

Para complacer a todo el mundo y darle una alegría a las arcas municipales, las marcas más relevantes podrían patrocinar algunas  calles. Poca cosa enorgullecería más a los niños que vivir en el Paseo de la Nocilla o estar matriculados en la escuela de la calle Donut.

Yo mismo buscaría alojamiento en cualquier calle del barrio de los Guisos. En el pasaje Fricandó o en la plaza del Pisto, la que limita con el barrio de las Salsas, justo al lado de Allioli, entre Mostaza y Ketchup.

Tampoco le haría ascos a un chalet pareado en Bonito o a unos bajos en Percebe, esquina con McDonalds. O un ático en Calamar o un entresuelo en la lujosa avenida del Caviar, tocando a la plaza de las Angulas.

La calle Acelgas no es tan postinera, cierto, pero los huertos de sus humildes casitas tienen mucho encanto.

Uno de mis amigos vive en el paseo del vino de Rioja y otro, más perjudicado, en la Rambla del Mono, entre Chinchón y Machaquito.

Mi anciana madre está en la residencia de la plaza de la Verdura y mi hija pequeña frecuenta el instituto de la calle Tofu, entre Soja y Algas, todo ello en el moderno barrio de la Dietética.

El cambio en la orientación de la política de denominación callejera daría un auge nuevo a las ciudades y removería el hoy moribundo mercado inmobiliario. ¡Cuantos ciudadanos se esforzarían por vivir en sana harmonía en la calle del Gazpacho!

¡Cuantos chinos buscarían afanosamente un pisito en la zona del Pato!

Por mi parte me permito recomendarles el barrio del Pescado, cerca del mar.  

He visto carteles de “se alquila” en Rape, en Caballa e incluso en Lenguado y un “loft” de lo más americano en una calle de tanto prestigio como Lubina.

Si les parece excesivo pueden echarle una mirada a la zona de Congelados, más barata pero pelín incómoda en la estación fría.

Ya saben donde encontrarme.


Pierre Roca 


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