martes, 13 de septiembre de 2011

Jamón.

Confieso que mi desconcierto con el jamón va en aumento.

Cuando era bastante más joven la cosa estaba clara. Había el jamón “del país” –nada que ver con el periódico de ese nombre- y el otro. El serrano.

El del país era sencillito, generalmente demasiado blando pero suficiente para un desayuno de colegial o de trabajador.

El jamón serrano eran palabras mayores. Más caro, más curado, aromático y resistente al mordisco. En los bocadillos era incluso incómodo. Costaba desgarrarlo con los dientes y eso nos obligaba a maniobras poco elegantes a la hora de comernos el bocadillo de un día excepcional, puesto que excepcional, o sea no ordinario, era el jamón que le daba enjundia.

Con el tiempo se han ido añadiendo categorías, matices, variantes, clases, orígenes y especialidades que convierten la elección de una ración de jamón en una prueba que poca gente supera con éxito.

En casi todos los bares tienen cómo mínimo dos tipos de pernil. El que llaman “normal” y el ibérico. Cuando alguien poco informado cómo un servidor pregunta si el jamón normal no es originario de la península ibérica se arma el taco. El camarero, vendedor o charcutero intenta explicar las sutiles diferencias entre lo uno y lo otro y se mete sin querer en otros jardines. Me lanzan a la cara palabros cómo cebo, recebo, bodega, bellota y otras que no acierto a recordar y que en lugar que clarificar el panorama jamonero hispánico lo complican y enredan cada vez más.

Ocurre igual con las marcas. “Sánchez Romero Carvajal” y sus jotas eran hasta hace cuatro días lo más, lo mejor que uno podía echarse entre pecho y espalda en lo que a jamones de cochino se refiere.

Hace dos telediarios vimos surgir de la nada a un tal Joselito. Un tipo, se decía, que no vendía más que unos pocos miles de jamones al año. Todos de la mejor calidad, todos carísimos, todos más exclusivos y deliciosos y especiales los unos que los otros. Recuerdo así que el primer bocado de Joselito –me refiero al jamón, no al dueño del negocio- que probé me supo a privilegio. Era el jamón soñado. Levemente graso, aromático, sugestivo y cortado en lonchas extraordinariamente delgadas por el maestro jamonero del colmado Vila de la calle Agullers, en el barrio de la Ribera de Barcelona.

La segunda vez que lo probé, en otro establecimiento, no parecía el mismo producto, lo que me llevó a pensar que cómo en tantas otras cosas había Joselitos y Joselitos. Clases.

He optado por retirar el jamón de mi dieta, por muy mediterránea que ésta sea. Cada vez que he comprado jamón en los últimos diez años, con la salvedad que acaban de leer, me he sentido defraudado. Timado y cabreado. Para evitarlo lo mejor es esperar las invitaciones –en algunos banquetes, inauguraciones y otros alardes se sigue convidando a virutas de jamón que a veces es incluso de calidad- y así, si no es tan bueno, el enfado es más retórico que otra cosa.

Nadie ha conseguido explicarme aún de forma fehaciente los vericuetos e intríngulis de nuestro jamón de toda la vida. Nadie tampoco sabe responder a las angustiosas dudas que suscitan las leyendas urbanas al respecto y que van desde las bellotas de importación hasta los viajes de los futuros jamones, aún pegados al cuerpo aflamencado y vivo de los gorrinos, de una parte a otra del solar patrio por aquello del cambio de aires.

He de decir en honor a la verdad que he encontrado una alternativa satisfactoria: el jamón de Teruel, de excelente calidad, buen sabor y precio bastante más abordable que el de sus homónimos de sierra o de llanura. Lo digo y escribo con la boca pequeña, no vaya a ser que el consumo se dispare y los mercadotécnicos de la provincia aragonesa se inventen clasificaciones, escalafones y precios más caros.

Sean discretos, por favor.


Pierre Roca

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