jueves, 3 de noviembre de 2011

Cocinar con Antonio.

Hace tres semanas tuve el privilegio de hacer un arroz con Antonio Ferrer Taratiel.

Antonio, de quien destaco el paso por el legendario Quo Vadis de Barcelona y su eclosión profesional en “La Odissea”, en la recoleta calle Copons de la misma ciudad, donde le fue concedida la estrella Michelin, se instaló posteriormente en el el castillo de Orriols, en el Empordà más íntimo, liderando un proyecto global que incluía la cocina, la hostelería del más alto nivel y el arte, ámbito en el que Antonio se mueve con soltura y conocimiento.

Me invitó a compartir vocación y placer.

Cocinar en el amplio espacio profesional de lo que fue hasta hace poco “L’Odissea de l’Empordà” y al lado de un profesional de alta gama cómo Ferrer Taratiel supuso una prueba que logré superar, o eso creo, con el listón alto.

Al llegar me encontré con los ingredientes básicos de un arroz poco, muy poco, sofisticado.

Costilla de cerdo, conejo, panceta y las verduras al uso, todo del entorno más inmediato. El caldo de ave ya estaba hecho y Antonio propuso una genialidad que mejoró notablemente el resultado final: cocer en el caldo un par de morcillas que por un lado aromatizaron el caldo y por el otro y previamente desmenuzadas enriquecieron el arroz en sí mismo.

Sofrito de cebolla, ajo, pimiento verde y tomate en el aceite en el que se marcaron las carnes, el caldo mencionado, 110 gramos de arroz por comensal –abajo las dosis homeopáticas!- y la inestimable ayuda de una botella de Bollinger para los cómplices de la cocina redundaron en un arroz de aspecto y sabor hondos y oscuros, sápido, de una rusticidad apreciable y de características campestres cómo lo es el entorno del “Castell d’Orriols”.

Mientras el arroz se hacía Antonio asó en el horno un pollo, bridado cómo mandan los cánones e instalado sobre una parrilla que impedía el contacto de la piel de la bestia con el fondo de la bandeja. Regaba el ave con su jugo y con vino blanco, le daba vueltas, la mimaba cómo a su nieta preferida y la sirvió cómo complemento del arroz, por si alguno de los comensales echaba de menos el bocado añadido.

Cinco comensales, la apasionante charla que ustedes intuyen y por mi parte ganas, muchas, de repetir.

Añadir que el señor Ferrer me recogió en la estación con su flamante automóvil y que Teresa, su mujer, me dejó posteriormente en la misma estación en otro vehículo no menos rutilante.

Un placer del que me gusta hacerles partícipes.


Pierre Roca

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